sábado, 18 de fevereiro de 2012

INCOMPLETO

INCOMPLETO

Desde menina me acostumei a passear
por ruas solitárias,
às vezes com um livro nas mãos,
outras com a morte.

Acostumei-me a dobrar em duas a noite
e a viver atrás das cortininhas,
ou no som absolutório
dos sinos da igreja.

Noite a noite os meus olhos
se misturavam com a água
e os meus pés subiam às árvores,
em busca de uma nota, um acorde,
um mundo onde poder me refugiar.

Quase por diversão trepava aos telhados
e com o meu gorro branco,
ordenava iluminados trens que assobiavam
sob um céu de geada.

Depois, acendia velas que ocultava
debaixo dos lençóis
para ler os mortos enquanto escutava
os ruídos da rua.

Os gritos de algum bêbado maldizendo,
o tempo das chaves felizes,
a marcha alegre da água rua abaixo,
o riso de alguma moça enamorada,
a música, os beijos,
os passos apressados, a música,
os beijos, o silêncio,
o roce da pele, os beijos.

Desde menina me acostumei
à dor e à renúncia,
aos longos passeios sem ninguém,
a buscar na minha mente a loucura,
a mudez, o luto na palavra.

Fiz brotar sangue de um piano e rezei,
sem êxito, a um deus de ferro.
Minha melhor amiga era uma prostituta
que quis, também sem êxito,
que um ventre abominável,
me cobrisse de ouro.

Mas o meu ouro eram os minutos,
que passava só, meu ouro,
eram as horas em que dançava
no interior de uma jaula, meu ouro,
eram aqueles pequenos esquilos,
em frente aos jardins chineses.

Há um silêncio que me espera
depois de ser a menina
que cresceu nua.

Chegaram as horas finais.
Abro o caixão das chamas.
O habitante dorme na sua esquina,
ignora o dano que deixou na minha nuca,
ignora o horroroso assassinato
que cometeu.

Chegaram as horas finais.
O visitante chegou do Norte,
e em vez de sapatos, traz nos seus pés,
duas ânforas de ferro.

Traz um relógio de papel no pulso
e promessas de açúcar
que as formigas comem.

Arrasta-me,
até esse lugar onde desaparecem
os ouvidos, arrasta-me, sem estridências,
como um elefante procurando
a rota do seu próprio cemitério.

Mas já desde menina,
acostumei-me a passear
por ruas solitárias, às vezes com um livro,
às vezes com a morte,
discretamente,
como quem acaricia as folhas de um livro
incompleto.

E será difícil voltar a esse estado
febril, àquela inexplicável sensação
de plenitude de beijar as folhas de um livro
com forma de soga.

Tenho as janelas fechadas
e olho a luz que se derrama na mesa,
o barro que forma esta desordem,
nas estantes onde morre
e vive a minha vida.

Minhas mãos se afastam do vermelho.
Minhas mãos se fecham.
Não há palácio que se acenda de novo.

Na outra esquina queimo palavras,
folhas, alabastros, plumas
que já não têm tinta, almanaques,
fotos. Destruo o teu nome e o meu.
Elimino o quiçá e o por quê.
As inúteis promessas de sempre,
congelo as frases.

As horas e o desassossego cantam
como pássaros pequenos.

Tenho as cortinas fechadas
e levanto um copo de vinho
enquanto fumo tabaco de baunilha
e brindo por vocês.

Pelos amigos efémeros
e por aqueles que floresceram
enquanto houve fogo.

Pelo que bebeu o meu tempo
enquanto me matava.
Pelo que com palavras de sal
me impediu de acreditar em nada.
Pelo poeta demasiado bêbado de amor
para reescrever, numa nova folha,
uma nova história.
Por aquele que me oculta o amanhecer.
Por aquele que não soube transpor os limites
e ficou do outro lado do palácio das luas.

Agora o visitante e o habitante
dormem juntos na mesma cama,
tiram as botas, se estiram,
bebem da mesma garrafa,
olham o meu retrato e me arrancam os lábios.

Hoje a minha sombra e eu estamos juntas,
celebrando numa formosa praia,
as cinzas que voam e mudam,
do gris ao verde pálido, do verde pálido
ao púrpura enquanto se afoga no mar
todo o meu corpo.

Já faz tanto tempo que o vento não sopra,
que me esqueci de abrir a porta.

Concha González Nieto - España
Tradução ao português: Tania Alegria


*****

INCOMPLETO

Desde niña me acostumbré a pasear
por calles solitarias,
a veces con un libro en las manos,
otras con la muerte.

Me acostumbré a doblar en dos la noche
y a vivir detrás de los visillos,
o en el sonido absolutorio
de las campanas de la iglesia.

Noche a noche mis ojos
se mezclaban con el agua
y mis pies subían a los árboles,
en busca de una nota, un acorde,
un mundo donde poder refugiarme.

Casi por diversión trepaba a los tejados
y con mi gorro blanco,
ordenaba iluminados trenes que silbaban
bajo un cielo de escarcha.

Después, encendía velas que ocultaba
debajo de las sábanas
para leer a los muertos mientras oía
los ruidos de la calle.

Los gritos de algún borracho maldiciendo,
el tiempo de las llaves felices,
la marcha alegre del agua calle abajo,
la risa de alguna muchacha enamorada,
la música, los besos,
los pasos apresurados, la música,
los besos, el silencio,
el roce de la piel, los besos.

Desde niña me acostumbré
al dolor y a la renuncia,
a los largos paseos sin nadie,
a buscar en mi mente la locura,
la mudez, el luto en la palabra.

Hice brotar sangre de un piano y recé,
sin éxito, a un dios de hierro.
Mi mejor amiga era una prostituta
que quiso, también sin éxito,
que un vientre abominable,
me cubriese de oro.

Pero mi oro eran los minutos,
que pasaba sola, mi oro,
eran las horas que bailaba
en el interior de una jaula, mi oro,
eran aquellas pequeñas ardillas,
frente a los jardines chinos.

Hay un silencio que me espera
después de ser la niña
que creció desnuda.

Han llegado las horas finales.
Abro el cajón de las llamas.
El habitante duerme en su esquina,
ignora el daño que ha dejado en mi nuca,
ignora el horroroso asesinato
que ha cometido.

Han llegado las horas finales.
El visitante ha llegado del norte,
y en lugar de zapatos, lleva en sus pies,
dos ánforas de hierro.
Lleva un reloj de papel en la muñeca
y promesas de azúcar
que se comen las hormigas.

Me arrastra,
hasta ese lugar donde desaparecen
los oídos, me arrastra, sin estridencias,
como un elefante buscando
la ruta de su propio cementerio.

Pero ya desde niña,
me acostumbré a pasear
por calles solitarias, a veces con un libro,
a veces con la muerte,
discretamente,
como quien acaricia las hojas de un libro
incompleto.

Y será difícil volver a ese estado
febril, a aquella inexplicable sensación
de plenitud de besar las hojas de un libro
con forma de soga.

Tengo las ventanas cerradas
y miro la luz que se derrama en la mesa,
el barro que forma este desorden,
en las estanterías donde muere
y vive mi vida.

Mis manos se alejan del rojo.
Mis manos se cierran.
No hay palacio que se encienda de nuevo.

En la otra esquina quemo palabras,
hojas, alabastros, plumas
que ya no tienen tinta, almanaques,
fotos. Destruyo tu nombre y el mío.
Elimino el quizá y el por qué.
Las inútiles promesas de siempre,
congelo las frases.

Las horas y el desasosiego cantan
como pájaros pequeños.

Tengo las cortinas cerradas
y levanto una copa de vino
mientras fumo tabaco de vainilla
y brindo por vosotros.

Por los amigos de efímeros
y por aquéllos que florecieron
mientras hubo fuego.
Por el que se bebió mi tiempo
mientras me mataba.
Por el que con palabras de sal
me impidió creer en nada.
Por el poeta demasiado borracho de amor
para reescribir, en una nueva hoja,
una nueva historia,
Por aquél que me oculta al amanecer.
Por aquél que no supo traspasar los límites
y se quedó al otro lado del palacio de las lunas.

Ahora el visitante y el habitante
duermen juntos en la misma cama,
se quitan las botas, se estiran,
beben de la misma botella,
miran mi retrato y me arrancan los labios.

Hoy mi sombra y yo estamos juntas,
celebrando en una hermosa playa,
las cenizas que vuelan y cambian,
del gris al verde pálido, del verde pálido
al púrpura mientras se ahoga en el mar
todo mi cuerpo.

Hace ya tanto tiempo que el viento no sopla,
que se me ha olvidado abrir la puerta.


Concha González Nieto- España

Nenhum comentário: